jueves, 27 de octubre de 2011

Especial Halloween

Estamos a visperas de Halloween y tenemos para ti muchos trucos, ideas, relatos... para que pases un verdadero dia de Halloween. Y para hoy tenemos dos cosas que no pueden faltar, primero tu calabaza, si has leido bien, te vamos a enseñar como hacer tu propia calabaza de halloween, a continuacion te dejamos un video con las instrucciones para crear lo mas tipico de halloween.





Y esto no es todo, porque tambien tenemos otra cosa que no puede faltar, un relato de terror y para hoy te dejamos uno titulado Muñeca de papel, escrito por Mariano Caballero Hernandez ¿Te atreves a leerlo?


No alquiles este piso, aquí habitan fantasmas. Te meterás en problemas.



Susan aún tenía aquellas palabras rebotando por su cabeza. Tenía claro que no creía en fantasmas, pero aquello le había dado mala impresión: no esperaba llevarse bien con una vecina, la única que había en la séptima planta del edificio, que le había recibido con tal chorrada. Nada de “bienvenida al edificio” o algo parecido. Se coló en el piso mientras Susan apenas había visto el salón y le soltó aquello. La casera ni se inmutó, ni siquiera la miró. Debía estar acostumbrada a que la vecina de al lado intentase ahuyentar a sus inquilinos. Susan estimó que debían ser viejas rivales, así que no pensaba quedarse en mitad de ambas y sus conflictos. Porque por fin encontró lo que llevaba tres semanas buscando: un piso con dos habitaciones, una de ellas para convertirla en su estudio donde continuar con su próxima novela, con grandes ventanales desde las cuales adquirir una amplia visión de toda la ciudad, a tan sólo diez minutos de su nuevo trabajo, y, sobre todo, a un precio increíble.



Susan había colaborado los últimos dos años en un periódico de tirada regional. Solía escribir una columna de crítica social y en ocasiones algún articulo sin demasiada trascendencia, los cuales enviaba por email los miércoles y los viernes al redactor jefe del periódico. No era gran cosa, lo suyo era el arte de manejar palabras, enredarlas y hacerlas bailar entre tapa y tapa de sus cada vez más afamados libros. Pero le ofrecía una coma muy gratificante en el, a veces, cargante oficio de escritor, y sobre todo le permitía adquirir, poco a poco, más fama entre los amantes de las letras. Y gracias a esto último Susan había acabado en aquel, según la vecina de pelo encrespado y camisa a cuadros hortera, piso con fantasmas. Porque gracias a su buen hacer y a su emergente fama el redactor jefe del periódico le había ofrecido un puesto fijo en la redacción, a media jornada, pero muy interesante. Requería de su presencia en la redacción casi a diario, le robaría buena parte del tiempo dedicado a la síntesis de sus libros, pero Susan estaba muy entusiasmada y emocionada con su nuevo papel en el mundo. Además, las afueras ya no le aportaban nada. Necesitaba un cambio, sentir el calor de la gente cerca de ella, aunque ese calor solo le llegase a través del ruido banal de los coches y las muchedumbres embutidas en los autobuses de línea. Le parecía bien de todas formas. Estaba cansada de la banda sonora de las afueras: pájaros, la bocina del camión del lechero y más pájaros.

Así que después de tres semanas buscando piso, después de tres semanas acudiendo a la redacción desde su antiguo hogar en las afueras, tras haber cogido dos trenes y un autobús, por fin encontró un piso en su querida ciudad, a tan solo un paseo de su nuevo trabajo. No estaba dispuesta a consentir que una vecina con ganas de asustar a los nuevos inquilinos arruinase sus esfuerzos.



Aún estaba todo por montar. El piso estaba amueblado, pero Susan tenía todas sus cosas en una gran montaña de cajas que había construido con sumo cuidado en el estudio. Solo llevaba tres semanas en la redacción, pero ya había hecho grandes amistades. Así que había decidido invitar a gran parte de ellos a tomar unas cervezas, a modo de pequeña inauguración de su nuevo hogar, y por que no, de su nuevo trabajo.

La noche trascurrió tranquila. Unas cervezas, unos pitillos, risas, pequeños tentempiés, largas e interesantes conversaciones, más cervezas, más risas…Era viernes por la noche, la cuidad, a los pies de Susan y sus compañeros, emanaba vida y luz, mucha luz. Así que todo era perfecto.



A la mañana siguiente se levantó con mucha vitalidad y energía, algo cansada debido a una pequeña resaca, pero dispuesta a poner toda la casa en orden, recoger los restos de la fiesta de la noche anterior y sobre todo la montaña de cajas del estudio. Envolvió su delicada piel blanquecina como la leche con una bata de seda dorada y se dispuso a salir del dormitorio para tomar el desayuno. Al abrir la puerta del dormitorio se llevó una grata sorpresa: todas las botellas de cerveza, paquetes de tabaco vacíos, platos con restos de comida y ceniceros repletos de colillas se habían esfumado. Todo estaba en perfecto orden. Una gran sonrisa le cruzó toda la cara, de oreja a oreja. Lo más seguro era que Shally y Thomas, los últimos invitados en marcharse y con los que más confianza tenía, habían decidido recogerlo todo. No le extrañaba, eran grandes personas, siempre dispuestas a todo.

Llegó a la cocina con paso vivo y alegre, con la sonrisa decreciendo pero aún presente. Recogió su pelo dorado en una cola alta y sacó la cafetera y el tostador de uno de los armarios superiores de la cocina. Pero antes de encenderlos decidió volver al dormitorio. Iba descalza y nunca enchufaba cosas descalzada desde que escuchó, en aquel programa de sucesos de las siete, que alguien murió electrocutado al enchufar la televisión descalzo. Así que regresó al dormitorio a por sus zapatillas moradas de piel de peluche.



Cuando abrió la puerta del dormitorio volvió a recibir una sorpresa, no tan grata como la anterior. De hecho, bastante desagradable a su parecer. La cama estaba perfectamente echa. Se acercó a la cama, incrédula, con la boca abierta y los ojos entrecerrados como el que intenta divisar algo en la lejanía. Tocó la colcha con la palma abierta. La cama estaba perfectamente hecha: la sabana debajo de la colcha perfectamente doblada, la almohada cubierta por la colcha y tres bonitos cojines color melocotón repartidos a lo largo de toda esta.

Aquello era muy extraño, y por un breve instante de tiempo, creyó a la vecina, aquella que le aconsejó no alquilar aquel piso, que si lo hacía se metería en problemas. Sintió una pequeña angustia, un pequeño mosquito que se agarró a su nuez y le hizo saborear un intenso y desagradable sabor. Pero se repitió a si misma que ella no creía en fantasmas. Debía haberse emborrachado más de la cuenta la noche anterior, y tener una resaca tremenda, tanto que acababa de hacer la cama y no lo recordaba.



Hizo un café y se lo tomó en un intento de despejar su mente y recuperar el aliento y la cordura. Se sentó en el bonito sofá azul marino del salón, adjunto a un gran ventanal que mostraba una amplia imagen de toda la ciudad, hoy turbada por las nubes grises y opacas que reinaban en el cielo, pero bonita al fin y al cabo. Llevaba un libro en la mano, “Los atardeceres de Laura”. Trataba sobre una chica lesbiana que se enamoraba perdidamente de un chico gay. Un amor imposible por el que sufría demasiado, tanto que ella esta al borde del suicidio.

Pero no podía concentrarse, no podía seguir la lectura, las líneas se turbaban, se retorcían y dejaban un gran hueco en la página, hueco por el que aparecía el rostro de la vecina, con aquellas palabras desconcertantes. Cerró el libro y lo apartó a un lado del sofá. Se levantó para coger el mando del televisor, que estaba en una pequeña mesa de cristal frente al sofá, y volvió a su sitio privilegiado en lo alto de la ciudad nublada pero hermosa.

Realmente no había nada que mereciese la pena en la televisión, pero Susan ni siquiera se percataba de ello. Ya podrían estar emitiendo un concierto de los Rolling Stones, o un documental sobre leones marinos, ambas grandes pasiones suyas. No hubiese importado, hubiese seguido sin percatarse. Porque simplemente se dedicaba a golpear el botón verde con la flechita que indicaba pasa al siguiente canal, sin ninguna coherencia, con sus ojos fijados en la pantalla de plasma, pero su pensamiento perdido en un bosque verde oscuro.

De repente el mando dejó de funcionar, ya no había canal siguiente, aquel programa basura sobre la vida de los famosos tres canales más allá no volvería a aparecer. A menos que cambiase las pilas del mando, pensó Susan un minuto después, cuando por fin se dio cuenta de que por mucho que pulsaba aquel botón, tanto y con tanta saña que le sudaba el dedo pulgar, el canal no avanzaba.



Se levantó y se dirigió a la cocina. Creía haber dejado un paquete de pilas para su cámara de fotos digital en uno de los cajones pequeños que se encontraban junto al fregadero. Efectivamente, las pilas eran las reinas del cajón. Eso le hizo recordar que debía de ponerse manos a la obra, con la inmensidad de cajas llenas de trastos de la mudanza, alojadas en el estudio. Y eso le hizo aumentar el dolor de cabeza.



Volvió al salón con paso cansado, casi arrastrando los pies, y dejó caer su trasero en el sofá con tanta violencia que el respaldo emitió un pequeño crujido al verse forzado contra la pared. Abrió la tapa del mando y sacó las pilas. Pero algo la detuvo en seco. Miró a la televisión, no sin cierta incertidumbre, y descubrió que el programa basura profamosos volvía a estar puesto, cuando Susan tenía la absoluta certeza de que al ir a buscar las pilas se había quedado puesto el canal de la tele tienda. De pronto la pequeña incertidumbre se hizo grande, enorme, y un pequeño grito sordo que no llegó a salir por su boca retumbó en su estomago. Pero no solo por el hecho de que no estaba puesto el mismo canal que cuando ella se fue, sino también porque se dio cuenta de que el receptor de infrarrojos en la televisión, un pequeño circulito justo debajo de la imagen, estaba tapado con un trocito de cinta aislante verde, un verde tan vivo que contrastaba de manera exagerada con el negro satinado de la televisión de plasma. Recordaba haber dejado aquella cinta aislante en una repisa que había a unos centímetros por encima de la tele, de hecho la cinta seguía ahí, pero lo que no recordaba era haberse levantado a coger un trozo y ponerlo en el receptor de infrarrojos, sin ningún motivo, y todo mientras estaba sentada en el sofá, maltratando el mando a distancia. Y no lo recordaba porque volvía a tener una certeza, la de que había permanecido todo el tiempo sentada. Se levantó del sofá de forma lenta y cuidadosa, como el que espera un golpe por la espalda, y se acercó un poco al televisor. Se arrodilló y miró con suma curiosidad y estupefacción la cinta aislante, un simple trozo de cinta aislante. Aquello parecía irreal. Se incorporó histérica, enfurecida con ella misma por creer haber pasado una noche tranquila, con solo dos cervezas y una charla amena con los amigos, cuando todo parecía indicar que no solo había llenado el estomago de alcohol, sino que lo había desbordado. Pensó en ir al estudio para empezar a poner algo de orden, creyendo que eso disolvería los nubarrones que cruzaban por su cabeza.



Pero algo la detuvo cuando sus piernas estaban alcanzando la verticalidad. El canal volvió a cambiar. Sólo. La cinta aislante verde seguía pegada en el receptor, y aunque no lo hubiese estado, el mando estaba con las pilas quitadas, tiradas en el sofá, como comprobó al volver la cabeza levemente hacia atrás. Al recuperar su posición normal, descubrió que la tele estaba cambiando de canal sin parar, con más velocidad incluso de la que ella lo había estado haciendo mientras tenía la mente en el bosque verde oscuro. Volvió a mirar el trocito de cinta verde intenso y se dio cuenta de que un botón que había junto al receptor, bajo el cual habían unas letras pequeñas que rezaban “channel up”, se estaba iluminando una y otra vez. Confusa, nerviosa y enfurecida se dirigió hacia la tele y con más rabia que la que sentía cuando no encontraba ningún piso decente al que le llegasen sus ahorros, empezó a golpear el botón adjunto al que se iluminaba, el que rezaba “channel down”. Estuvo así unos segundos, sin obtener resultado, hasta que sintió un tremendo escalofrío, que le recorrió desde los pequeños y delicados pelillos de los dedos de los pies hasta la última punta de su cuero cabelludo.

De repente dejó de pulsar el botón y empezó a notar cómo el aire le faltaba. Abría la boca más de lo que ella misma creía poder abrirla, intentado coger una bocanada de aire, un pequeño trocito de aire, pero no lo conseguía. Cayó de rodillas en la moqueta y se echó la mano al estomago, al tiempo que el pequeño escalofrió parecía convertirse en un cuchillo de acero inoxidable japonés que le desgarraba hasta los riñones. Incapaz de resistir semejante dolor perdió el conocimiento y cayó de espaldas, golpeándose en la cabeza contra la pequeña mesa de cristal que acompañaba al sofá.





Cuando despertó era ya de noche, aunque bien era cierto que el sol se había negado a salir aquel día, sometido por la inquebrantable fuerza de las nubes grises opacas. Echó una mirada en derredor sin levantarse del suelo. Todo estaba en orden. Miró al televisor. Estaba apagado, sin cinta verde intensa. Pero el mando a distancia estaba en la mesa de cristal, en lugar de en el sofá, donde ella recordaba haberlo dejado.

Se incorporó, con gran dificultad, se llevó una mano a la cabeza, y descubrió un protuberante y considerable bulto junto a la coronilla. “Debo haberme desmayado” pensó. Alargó el brazo y cogió el mando. Abrió la tapa de las pilas y descubrió que estaban puestas las de color dorado con una línea plateada, las mismas que parecían haberse gastado hacía unas horas. Se quedó un momento pensativa, mirando al suelo. Cuando reaccionó apuntó con el mando hacia el televisor y pulsó el botón de “on”. La tele se iluminó al instante, y cambiaba de canal sin ninguna dificultad.



Se dirigió a la cocina, aún con el mando en la mano, y volvió a abrir el pequeño cajón de madera clara lacada. Las pilas que había cogido para cambiar las que pensaba se habían gastado estaban ahí. Pero a pesar de ello, o quizás debido a ello, Susan tuvo la sensación, más fuerte y real que nunca, de que algo no iba bien. Y es que, había algo extraño. El pequeño envoltorio de plástico fino y delicado que cubría las cuatro pilas formando con ellas un bloque había desaparecido. En su lugar, había un trozo de cinta aislante verde rodeándolas y manteniéndolas unidas. Acercó la mano a las pilas con miedo, como esperando un nuevo escalofrío, y las cogió. Estaban pegajosas, como si se hubiesen hecho varios intentos con la cinta verde hasta alcanzar al fin la longitud exacta que cubría a las cuatro pilas, a la mitad de estas, como un cinturón. Las apretó con todas sus fuerzas, cerrando la mano, y un pensamiento le vino a la cabeza. Un mensaje. Su propia voz golpeando con insistencia en su mente, rebotando en el interior de su cráneo: estas pilas son reales, y algo no anda bien hoy.



Miró el reloj que había colgado en la pared opuesta al fregadero. Eran las ocho y veinte minutos de la tarde. De repente tuvo la idea de llamar a su vecina e invitarla a cenar. No tenía intención de iniciar una sarta de preguntas sobre fantasmas, seguía sin creer en ellos, estaba casi segura; pero no quería estar sola. Sentía que algo extraño y negativo pasaría si se quedaba sola durante las próximas horas. No le echaba la culpa a ningún fantasma, se las echaba a ella misma. No quería estar sola., y su vecina era la única persona, aparte de ella misma, en la última planta del edificio, y al fin y al cabo, era con la única persona de todo el edificio con la que había tenido un pequeño acercamiento.



Se puso una fina chaqueta deportiva color gris que había colgada junto a la puerta principal y salió con paso decidido y eficaz hacia la puerta de su vecina, que se encontraba justo enfrente de la suya, tan cerca que ni siquiera cerró su puerta.

Llamó un par de veces seguidas. Parecía que no estaba, o quizás tenía cosas más interesantes que hacer, “tendrá asuntos más importantes que ir a cenar a la casa en la que piensa que hay fantasmas y sólo pasan desgracias”, pensó Susan, tras lo cual dio media vuelta y si dirigió de nuevo a su piso. “Me iré al restaurante de las esquina a cenar y luego daré un largo paseo.”

Cuando cruzaba el arco de su puerta la vecina abrió la suya. Iba vestida con una blusa azul claro y unos vaqueros desteñidos, horteras y pasados de moda. Su oscuro y alborotado pelo era todavía más rizado de lo que Susan recordaba.



¿Querías algo, chica? ¿Como era tu nombre?

Susan… Susan. Y tú eras…

Mary. Me llamo Mary

Encantada de conocerte – dejó escapar una leve sonrisa y cruzó los brazos como notando frió, como abrazándose a si misma, con un gesto que la hizo parecer más débil y delicada de lo que siempre había indicado su fino pelo dorado como los maizales cercanos a su antigua casa.

¿Algún problema, Susan? Te veo mala cara. Preocupada. Creo que te advertí, y lo hice de buena fe, porque creo que eres una buena chica con algo de sensatez, de que en ese piso…

Sólo quería invitarte a cenar – la interrumpió bruscamente, dejando escapar las palabras con una velocidad que casi las hizo incomprensibles – Sólo quería invitarte a cenar. Nuestra primera conversación no fue muy agradable, al menos a mi parecer, a si que he pensado que podría preparar algo para las dos, relajarnos y conversar de nuestras vidas – añadió de forma más pausada.

¿Sabes qué? Me caes bien. Pero no tanto como para que yo entre en ese piso.

Vamos, ¿cuál es el problema? Esta todo en orden, no hay nada raro, nada sobrenatural – Susan dejo escapar de nuevo una pequeña sonrisa al tiempo que dejaba de abrazarse, una sonrisa que esta vez denotaba que estaba mintiendo, que sus palabras ni siquiera ella misma las creía.

No te preocupes, te invitare yo a cenar a mi piso. Así no habrá problemas y nos conoceremos igualmente, ¿no crees?

De acuerdo, como quieras.

Vamos, pasa – Mary la invitó a pasar al interior con un movimiento simultaneo de cabeza y mano.



Susan cerró la puerta del piso ínter dimensional de un portazo y siguió los pasos de Mary hacia el interior del de esta.



Me encanta ese cuadro – dijo Susan nada más entrar, con la puerta abierta tras de sí.

Lo compré en un rastrillo. Tirado de precio.



El piso de Mary parecía más grande que el de Susan. Nada más entrar había un gran salón, con tres enormes sofás color granate y las paredes color salmón, abarrotadas de cuadros, entre los cuales se encontraba el predilecto de Susan. Torcieron a mano derecha, donde se encontraba la cocina.



¿Que quieres que prepare para cenar?

Me da lo mismo, Mary. Podría comerme un ciervo entero – volvió a soltar aquella misteriosa sonrisita, la que hacia que ni ella misma creyese lo que decía, porque lo cierto era que tenía el estomago más cerrado que una caja fuerte alemana.

Yo había pensado prepararme unos espaguetis con tomate, ¿te gustan?

Si, me parece bien. Me gustan. Oye, ¿Dónde tienes el aseo? Necesito ir urgentemente.

Al fondo de salón, la puerta de la izquierda. La de la derecha es donde guardo los cadáveres – su voz sonó ronca y misteriosa, lo que hizo que Susan empezase a tornarse blanca tan rápido como un rayo cae del cielo y parte un árbol en dos mitades. No estaba para sustos – Vamos mujer, solo era una broma. Solo quería romper un poco el hielo. Te veo preocupada, y en esta casa no hay espacio para las preocupaciones. Mis cuadros se pondrían tristes – se dio media vuelta y sacó un enorme paquete de espaguetis de un pequeño cajón abarrotado de otros cuantos enormes paquetes de espaguetis. Parecía ser la comida favorita de la anfitriona.



Susan giró sobre sí misma sin decir nada, con el rostro aún un poco pálido, pero con gesto aliviado. No se explicaba como podía haber creído, aunque solo fuese por un pequeño espacio de tiempo, las palabras de Mary. “La de la derecha es donde guardo los cadáveres”. “Es ridículo” pensó Susan. Y tras volver a leer en su mente las palabras, pensó que cierto halo de locura rodeaba a Mary, tras pensar también en aquello de “en este piso habitan fantasmas”. Nada de eso, los fantasmas no existían, pero si era cierto que Mary estaba algo loca, quizás por la soledad o el aburrimiento. Susan estaba segura de ello.



A la vuelta del aseo los espaguetis estaban prácticamente preparados.



Vaya, ¿Dónde compras esa pasta? Apenas han pasado tres minutos y esto ya parece estar hecho, huele a deliciosa pasta italiana – Susan volvió a soltar una sonrisa, pero esta vez fue una sonrisa de conciliación, intentando olvidar el halo de locura para darle una nueva oportunidad a la anfitriona.

Pues en el supermercado de la calle Riverside. De hecho son los más baratos. Y de hecho han pasado veinte minutos. ¿Qué hacías tanto tiempo en el aseo? ¿No estarías robándome algo, verdad? Te advierto que no tengo nada de valor, absolutamente nada.



Susan se quedó pensativa, ¿era otra de sus bromas para romper el hielo? Fuese lo que fuera, aquello no le hizo gracia.



Yo pondré la mesa – dijo Susan de forma brusca.

Que menos, querida. ¡Que menos! – Mary soltó una pequeña carcajada.



La cena transcurrió de forma tranquila. Nada de bromas que hiciesen poner pálida a Susan o largas escapadas al aseo que mosqueasen a Mary.



Dime, ¿en que trabajas? – preguntó Mary tras haber devorado por completo el plato en menos de cinco minutos.

Soy escritora. Estoy escribiendo mi sexta novela. Trata sobre la vida solitaria de una mujer, que decide rehacer su vida tras largos años de aguantar palizas de su marido. También trabajo para un periódico, el Morning View. Llevaba 2 años como colaboradora y me han dado un puesto fijo hace tres semanas – fue la frase que Susan pronunció con más entusiasmo en todo el día.

Escritora, ya. Yo no trabajo. Tuve graves problemas de salud que me imposibilitaron ir a trabajar durante bastante tiempo, así que pedí la jubilación anticipada.

¿Jubilación? Pareces joven. ¿Y en que trabajabas?

Para la administración pública, ya sabes. Y no hace falta que intentes halagarme, al menos no por el lado de la edad. Se la edad que tengo, ¿sabes? Y el tiempo no pasa en balde para nadie. Así que simplemente dime que los espaguetis están deliciosos – Mary mostró una agradable sonrisa y se limpió con una servilleta de papel las grandes manchas de tomate de la comisura de sus labios.



Susan le devolvió la sonrisa, y por un momento parecieron estar unidas, como un par de amigas, fundidas en una sola persona. De hecho, cuando pasaron los minutos y la confianza, pequeña pero creciente, se iba afincando, Mary le preguntó a Susan cuantas veces hacia el amor a la semana y le dijo que su trabajo era una estupidez, una pérdida de tiempo. “Escritora, ¿A dónde quieres llegar con eso? Todos los escritores acaban por volverse locos’’. Susan le siguió la corriente, pero aquello fue un golpe muy bajo para ella que deshizo en gran parte la unión.



Bueno, espero que esto haya servido para conocernos mejor. Me gustaría invitarte a un café o charlar un rato en el salón, pero es mi hora de las pastillas, y me dejan tan atontada que si no me acuesto en los próximos tres minutos me quedaré dormida de pie – Mary se levantó y cogió un bote de pastillas que había en un armario sobre el fregadero.



Susan volvió a notar ese halo de locura en las palabras de su vecina, sin saber exactamente porqué. Pero lo cierto era, que con pastillas o sin ellas, era hora de marcharse. Era suficiente por hoy.



Te comprendo. No te preocupes, yo también estoy algo cansada. Ha sido un placer poder conocerte un poco mejor. Hasta la próxima, Mary.



Susan se levantó y salió de la cocina, sin siquiera recoger su plato. No es que fuese una persona maleducada, todo lo contrario, pero andaba con la mente en otro lugar. A Mary tampoco pareció importarle mucho. Ella también parecía estar en otro lugar, ya que ni siquiera respondió al mensaje de despedida de Susan.



Abrió la puerta de su casa con cierta inseguridad. Por un momento, un breve momento, volvió a tener la necesidad de abrazarse a si misma. Tenía frió. Entró en el piso, cerró la puerta tras de sí y se dirigió al sofá. Todo parecía estar en orden. Se sentó con suavidad y echó una lánguida mirada por el precioso ventanal. La ciudad estaba iluminada al completo. Miró un pequeño reloj que había en la repisa de encima del televisor y vio que no era demasiado tarde, así que decidió salir a dar un paseo y contemplar aquellas luces nocturnas de forma más cercana, con la intención de fundirse con ellas y ser un artífice más de la noche.

Cuando se puso de pie, descubrió que la cinta aislante verde ya no estaba sobre la repisa. Otro motivo más para salir a dar un paseo, incluso más fuerte que el de fundirse con las luces nocturnas.



La ciudad era preciosa. Muchas de sus calles aún estaban echas de piedra. El asfalto no era bienvenido aquí, y Susan lo agradecía. Porque aquellas calles tenían el encanto de una vieja ciudad europea, donde se respira el pasado. Los edificios también conservaban ese toque clásico, ese matiz que los hace distintos, ese matiz que a pesar de la decadencia de algunos, los transformaba en bellos colosos que parecían cobrar vida por momentos. La zona de la ciudad de Susan era de las más antiguas. Los edificios estaban prácticamente vacíos, con las ventanas de madera polvorientas y los balcones repletos de plantas muertas después de varios años sin recibir una gota de agua salvo la que caía del cielo. Pero todo poseía aquel matiz. Y puede que los edificios estuviesen prácticamente vacíos, pero las calles estaban repletas de gente. Era ya de noche, si bien las calles estaban pobladas, como en una noche de verano en una playa de México. Susan se preguntaba de donde podía salir tanta gente. Aquello le gustaba, le encantaba. Le encantaba mirar a su alrededor y ver gente, puntos insignificantes en el universo, pero con enormes e interesantes historias a sus espaldas que contar.



Cuando llegó a la calle de Riverside, la del supermercado, la que daba a un enorme río, decidió que era hora de regresar a casa y descansar un poco. Había sido un día difícil, extraño como pocos en su vida, y eso lo notaba. Tenía uno de los mayores cansancios mentales de toda su existencia, más incluso que cuando anduvo inmersa en su segunda novela, aquella que por más que lo intentase, se resistía a ser conclusa de forma coherente y salvaguardando lo que había querido trasmitir desde el principio.



Abrió el portón metálico con energía y tomó el ascensor que había al final del largo pasillo. Era un ascensor muy antiguo, que incluso solía fallar. Pero la comunidad se negaba a poner uno de esos nuevos cacharros tecnológicos con hilo musical y botones retro iluminados. Antes morir dentro del ascensor tras precipitarse este violentamente hacia el primer piso que instalar una de esas blasfemias tecnológicas.



El hueco del ascensor estaba a unos cinco metros de las dos únicas puertas de la última planta. Susan salió de él buscando en su bolso una nota que había escrito hacía unos días mientras viajaba en el autobús, una clave para descifrar un gran conflicto de su nueva novela. Llegó hasta la puerta de su casa a pasos ciegos, con la vista fijada en el bolso, removiendo con la mano derecha una y otra vez todas las pertenencias que llevaba en él, de un lado para otro, como el que prepara con ahínco una sopa de pescado. No la encontraba, y eso la hizo ponerse de muy mal humor.

Mal humor que se apagó de repente, con un cubo de agua fría, casi congelada, cuando se percató de que en el suelo del pasillo había una gran mancha de sangre que comunicaba su puerta con la de la vecina. Susan se echó las manos a la cabeza y en su estomago volvió a tener lugar aquel grito sordo, más angustioso que nunca, acompañado de un mosquito más grande que nunca dejando un sabor más desagradable que nunca. Porque aquello ya no podía tratarse de sugestiones o creencias en fantasmas. Aquello era real, era sangre, como ella misma comprobó al agacharse, tocar el suelo con la palma de la mano y manchársela. Estuvo de pie, congelada, varios minutos. Cuando por fin reaccionó abrió la puerta casi a empujones, intentando alcanzar lo antes posible el teléfono para llamar a la policía. Pero cuando pensaba que ya nada podía ir peor aquel martes 13 de Noviembre volvió a llevarse una desagradable sorpresa.



Al abrir la puerta creyó morir durante unos segundos. Todo estaba tirado por el suelo. Sillas, mesas, el televisor, las cajas del estudio, las velas decorativas de la repisa del comedor, la cafetera, los cojines del sofá, todo. Los armarios de la cocina abiertos y la mesita de cristal rota en mil pedazos. Una estampida de rinocerontes parecía haber pasado por allí mientras ella disfrutaba de unos espaguetis con tomate y el aroma nocturno de la ciudad.

Pero lo peor no fue aquello. Aquello tenía arreglo. Lo que parecía no tener arreglo era la enorme mancha de sangre que conectaba la puerta de su vecina a sus espaldas con la puerta que había justo enfrente tras cruzar el comedor, la de su dormitorio. Fue siguiendo la mancha, a pasos cortos y lentos, débiles y tímidos, con la boca abierta y una mano en el pecho, por si su corazón decidía abrir un hueco entre las costillas y escapar corriendo. Cuando por fin llego a la puerta del dormitorio, la abrió apenas cinco centímetros, con sumo cuidado, como si esta fuera de papel y fuese a romperse. Intentó descubrir algo por aquellos escasos cinco centímetros, y logró ver su armario, abierto y sin ropa. Tras unos segundos de titubeos logró dar un empujón a la puerta. Retrocedió unos centímetros, en un acto reflejo de precaución, y cuando la puerta se hubo abierto por completo descubrió que las cosas siempre pueden ir peor.

Las sábanas de la cama estaban tiradas en el suelo, junto a toda la ropa que había en el armario. Y en la cama, en la fina funda verde pistacho que cubría el colchón, había una inmensa mancha de sangre. De hecho todo estaba manchado de sangre: la ropa del suelo, el propio suelo, las paredes, todo. Logró distinguir en la pared de enfrente, justo encima de la cama, unas manchas de lo que parecían ser unos dedos, unos dedos que se arrastraban desde mitad de pared hasta el colchón.



Susan sudaba más de lo que lo había hecho en toda su vida. Sentía como todos sus órganos se encogían hasta ser del tamaño de un garbanzo, un puñado de garbanzos atrapados en una olla a presión. Sentía cómo se quedaba sin corazón y sin pulmones, porque le era casi imposible respirar con todo aquello ante sus ojos. De repente, por un momento, le pareció que la idea de llamar a la policía no era tan buena.

Dio media vuelta y fue siguiendo el rastro de sangre hasta que llegó a la puerta de Mary. Pulsó una vez el timbre, un único y tímido toque de timbre.

Los segundos pasaban y la puerta no se abría. Susan se temía lo peor. Miró a sus pies y descubrió cómo la mancha de sangre se introducía de forma firme e ininterrumpida bajo la puerta de su vecina.

El silencio era sepulcral en todo el pasillo. Susan pensó en volver a pulsar el timbre, otro tímido toque con su dedo rezumante de sudor, y fue en este momento, justo antes de volver a pulsar por segunda vez, cuando la puerta se abrió y apareció Mary. Su blusa azul claro y sus vaqueros horteras estaban ahora empapados de sangre, su pelo estaba más revuelto que de costumbre y éste había adquirido cierto matiz grisáceo, como si una pequeña lluvia de cenizas hubiese caído sobre ella. Ante aquella imagen cualquiera hubiera jurado que Mary se había disfrazado para asistir a una fiesta de Halloween.



Mary…¿¡Que demonios ha pasado aquí!? – dijo Susan, en un tono furioso pero no demasiado elevado.



Mary se quedó unos instantes callada, haciendo honor al silencio sepulcral que inundaba toda la séptima planta. Su mirada era inquietante, clavada ésta en los ojos de Susan, sosteniendo ambas una tensión indescriptible. Si en ese momento alguien hubiera puesto un vaso del mejor vidrio entre la mirada de ambas, sin duda se hubiese roto en mil pedazos. Susan apartó la mirada, incapaz de soportar tal presión, y la desvió hacia el interior de la casa de Mary. Logró ver como el rastro de sangre cruzaba todo el salón y se introducía en la puerta del fondo, la de la derecha, la de “donde guardo los cadáveres”, recordó Susan, y se puso mucho más pálida que cuando escuchó aquellas palabras, tanto que daba la impresión de no llegarle ni una gota de sangre a la cabeza.



Lo he matado – le respondió Mary por fin, al ver que Susan había dejado de mirarla y había descubierto lo que parecía ser un oscuro secreto.

A... ¿a quién has matado Mary? – su voz sonó tan débil que la frase casi se quiebra en mil trocitos antes de llegar a los oídos de Mary.

A él. Lo he matado a él.

¿¡Quién demonios es él!? – replicó Susan, con un chillido agudo.

Él. Él iba a matarte. así que te he salvado la vida. Hoy ha estado jugando contigo, pero iba a matarte antes de lo que suele hacerlo. Iba a hacerlo esta noche mientras dormías, estoy segura. Y todo porque no le caías bien. Aunque en el fondo el a ti tampoco te caía bien.



Susan no podía creer lo que estaba escuchando. Mary tenía la mirada totalmente perdida, tanto que daba la impresión de haberse quedado invidente de repente, como si sus ojos se hubieran desconectado de su cerebro.



Estás jodídamente loca – escupió Susan sin previo aviso, y su voz sonó más convincente y fuerte que en todo el día.

Así me lo agradeces. Bueno, no te culpo. Imagino que todo esto es un poco chocante para ti.

¿Un poco chocante? ¡No tienes idea de cuanto! – Susan se abalanzó furiosa sobre Mary, hasta estar a escasos diez centímetros de su nariz.

Límpialo todo y descansa. Ya me lo agradecerás mañana, o la semana que viene. Puedo esperar. Yo me encargo del pasillo. Pero no se te ocurra llamar a la policía. No cometas esa estupidez.



Mary cerró de un portazo y el silencio volvió a imperar. “Rematadamente loca” pensó Susan.



Si crees que no voy a llamar a la policía es que no me conoces bien. Hace falta algo más que unos espaguetis con tomate para que yo encubra un crimen – dijo Susan a la puerta de su vecina, en un tono suave, sin importarle realmente si Mary la escuchaba o no.



Entró en su piso y se dirigió hacia el teléfono, en una mesita pequeña de madera junto al sofá, dejando la puerta abierta tras de sí. Se sentó y contempló una vez más el rastro de sangre que pasaba a su izquierda. Recorría todo el salón, cruzando el pasillo, y continuaba bajo la puerta de Mary. Cogió el teléfono con firmeza y marcó el número de la policía.



Creo que mi vecina ha matado a alguien. Todo esta manchado de sangre.



Susan se quedo allí, impasible, con la mirada fija en el pasillo manchado de sangre y la puerta de Mary. Los minutos pasaban y su mente se congelaba más a cada instante, hasta llegar al punto de ser incapaz de hilvanar cualquier mínimo pensamiento. Ella solo quería un piso decente que estuviese a su alcance económicamente, con dos habitaciones, para transformar una de ellas en su rincón de escritura. No quería este tipo de cosas, no estaba preparada para ello.

De repente oyó como el ascensor paraba acompañado de su característico ruido metálico. Oyó pasos de varios pies, que se hacían cada vez más fuertes conforme se acercaban al reguero de sangre. A los pocos segundos aparecieron ante su puerta dos hombres, uno alto con pantalones negros y chaqueta marrón oscuro, y otro algo más bajo, con la piel morena, vestido de uniforme. Susan se quedó observándolos sin levantarse del sofá.



Señorita… dijo el más alto de los dos sin acabar la frase.

Susan. Susan Koeman – respondió Susan al tiempo que se levantaba del sofá, apoyando las manos en este para ayudarse, como si su cuerpo fuese cuatro veces más pesado de lo habitual.

Inspector Frederick. Y aquí el oficial González. ¿Qué es lo que ha pasado exactamente?



Susan comenzó a caminar a través del salón, mirando al suelo, bordeando con habilidad la mancha de sangre para no pisarla, hasta que llegó a la puerta.



Hace cosa de una hora y media salir a dar un paseo. Cuando me fui todo estaba en orden. Y al volver, tras media hora o cuarenta minutos, me encontré con esto – Susan hizo una pausa para tragar saliva, pero sobre todo para tranquilizarse, ya que sus palabras comenzaban a sonar temblorosas – Todo estaba patas arriba, como podéis comprobar. Al ver que la mancha de sangre conectaba también con la puerta de la vecina la llamé asustada. Tardó unos minutos en abrirme, y cuando lo hizo y le pregunté que es lo que había pasado, me respondió que lo había matado. Que lo había matado. A él – logró continuar Susan, con más eficacia.

¿A quién había matado? – pregunto González.

No tengo ni idea – sus palabras volvieron a sonar temblorosas, tanto que estallaron en un sollozo.

Tranquilícese señorita, nosotros estamos aquí para resolverlo todo. Tranquilícese, necesitaré que me responda a unas preguntas – dijo Frederick en tono protector, al tiempo que apretaba una y otra vez el timbre de Mary ¡Policía! ¡Abra la puerta señora, o la tiraremos abajo! – gritó al ver que no obtenía respuesta desde el otro lado de la puerta.

¿Sabes si ha salido? – preguntó González a Susan.

No, no ha salido. Estoy segura. He estado todo el tiempo con mi puerta abierta, sentada en el sofá, con la mirada fijada en la suya – respondió Susan haciendo indicaciones con el dedo pulgar.

González, ayúdeme – replicó Frederick en tono agrio y severo.



González se puso frente a la puerta de Mary, retrocedió un metro, tomó impulso y asestó una tremenda patada a la puerta que no solo la abrió de golpe, si no que casi la parte en dos pedazos.



¡Policía! ¡Salga de donde este! – volvió a gritar Frederick mientras cruzaba el umbral de la puerta y se introducía en el interior del piso, con González tras sus pasos.



Susan se acercó un poco, echó un rápido vistazo y vio como la mancha de sangre seguía en su lugar, impoluta, cruzando todo el salón y llegando a la puerta de la derecha, que seguía cerrada.

Frederick y González recorrieron todo el piso, pero no había rastro de Mary. Susan pudo ver como González habría la puerta a la que llevaba la mancha de sangre. Era una habitación pequeña, y vacía. Estaba completamente vacía. Ni un mueble, ni un cuadro, nada. Sólo una gran mancha de sangre en el centro y, apoyada en una esquina oculta en la oscuridad, una fregona. Volvió la mirada hacia otro lado, y, extrañada, vio cómo Frederick abría todos los cajones y puertas de armario que veía a su alrededor. También descubrió unas pequeñas gotas de sangre que parecían salir del aseo y llegaban hasta la habitación vacía. González también parecía haberse percatado de aquello, ya que se dirigía hacia el aseo, mirando al suelo.



Aquí no hay nadie. Ni nada. Solo he encontrado esto – González se paró junto a la puerta del aseo y señaló al suelo. Junto al inodoro había una botella vacía de un fuerte desinfectante.

¿Esta usted segura de que su vecina no ha salido después de hablar con usted? Es imposible que haya escapado por la ventana, no hay repisas ni cañerías – observó Frederick al tiempo que se dirigía hacia la puerta de entrada, hacia Susan.

Totalmente segura. No he dejado de mirar esta puerta ni un segundo, y estoy totalmente segura de que no se ha abierto – Susan se mordió levemente el labio inferior y se llevó una mano a la cara, nerviosa.

¿Cómo se explica que no haya ninguna pertenencia en todo el piso? – preguntó González enarcando las cejas y poniendo especial énfasis en la palabra todo.

No lo sé. Quizás solo estuviese de paso, pero es muy extraño – contestó mientras continuaba andando.



Frederick llegó a donde se encontraba Susan. En su cara se dibujaba un gesto de preocupación, de incertidumbre. Mientras, sus ojos no dejaban de moverse, de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, intentando descubrir que es lo que se le estaba escapando. De repente, se quedó con la mirada fija en la puerta, en la placa metálica que había bajo el ojo de buey, esa típica placa con el nombre del propietario del inmueble.



Mary Campbell – dijo Frederick, con la mirada aún clavada en la placa – No es posible – desvió la mirada de la placa y se quedó unos instantes mirando al suelo, pensativo.

¿Qué ocurre, inspector? – pregunto Susan, nerviosa.

He de hacer una llamada – respondió Frederick en tono serio pero suave.



Susan vio como Frederick salía del piso, pasaba delante de ella y se dirigía hacia el final del pasillo, en dirección al hueco del ascensor, con el teléfono móvil en la mano. Cuando llegó al final del pasillo, donde la luz de las lámparas del techo apenas alcanzaba y se dibujaban sombras en los rincones, se colocó el móvil en la oreja y comenzó a hablar, en un tono tan bajo que a Susan le era imposible distinguir una palabra.

González dejó de abrir cajones al ver que su compañero ya no estaba con él y caminó hacia Susan.



¿Qué ocurre señorita? – preguntó González.

Está llamando – respondió Susan, señalando con el dedo a Frederick, y fue en este instante cuando éste se llevó el teléfono de la oreja al bolsillo de su chaqueta marrón y deshizo sus pasos hacia el piso de Mary, hasta llegar junto a Susan y González.

¿Algún problema Fred? ¿Llamabas a comisaría? – preguntó su compañero.

No, todavía no. Llamaba a mi madre. ¿Recuerdas que mientras subíamos por el ascensor te he dicho que este edificio me era muy familiar? Pues bien, ya se porqué – torno su mirada hacia Susan, y la expresión de su cara se volvió seria y amarga – Mary Campbell, una gran amiga de mi madre. Amigas del alma. Recuerdo haber cenado aquí una vez, hace unos quince años, con mi madre y con Mary. Como olvidarme de ella. Mi madre estuvo sumida en una tremenda depresión, cuando Mary tuvo aquel accidente de coche y murió.

¿¡Cómo!? – Susan volvió a estallar en sollozos ¡No es posible! ¡He cenado con ella esta noche! ¿¡Me oye!? ¡He cenado con ella esta noche! – gritó mientras agitaba los brazos en el aire, como intentando ahuyentar a una jauría de avispas africanas.



González la sujetó del brazo, evitando que cayese en redondo al suelo. Toda su fuerza se estaba escapando por la boca y los ojos. Esos ojos verdes que por un momento parecían tornarse grises.



Mary Campbell murió en un accidente de coche. Hace diez años. Yo mismo estuve en su entierro – sentenció Frederick levantando la voz, intentando sonar por encima de los sollozos de Susan.



Susan intentó soltarse de González, el cual la tenía sujeta con fuerza. Los sollozos de repente se congelaron, sus lágrimas se congelaron, sus ojos se cerraron lentamente y su boca se abrió más de lo que ya estaba mientras todo su cuerpo quedaba atrapado en el tiempo durante un instante, como la melodía melancólica del mar, que se diluye y muere después de juguetear con nuestro oído, pero parece querer quedarse para toda la eternidad. Cayó de rodillas al suelo, a pesar de que González la sujetaba con fuerza. Abrió de nuevo los ojos, cubiertos estos por un telo de densas lágrimas, y clavó su mirada en los oscuros y grandes ojos de Frederick, al tiempo que intentaba digerir tal cuantía de sombrías palabras.



Me temo que va ha tener que explicarnos muchas cosas, señorita Susan.


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